A nuestra madre le gustaba mucho este pollo asado. Era tan conveniente aquello. Nos dejaría en el lago nadando (por entonces éramos ya todos quinceañeros…), conduciría los veinte minutos a la ferretería, compraría el pollo, y así la cena estaría servida cuando llegásemos a casa.
Lo mejor era cuando íbamos todos al supermercado de la cuidad a unos cuarenta minutos más arriba por la costa. De vuelta a casa parábamos en la ferretería. Mi madre compraría unos “buckets” de pollo asado, uno iría a su lado mientras iba conduciendo por los caminos de la costa. Una mano artrítica en el volante, la otra mano artrítica quitando la tapa del contenedor. Cogería un trozo de pollo y mientras nos hablaba, mordería el muslito, masticaría, gesticularía con su gracia, tragaría, y tiraría el hueso por la ventanilla. Era capaz de comerse un muslito en cuatro bocados.
“¿La mejor parte?” sonreiría, “Es biodegradable.”