Los veranos en Maine eran los mejores. Eran descansos del colegio, del barrio, y de nuestros seres más formales.
En Maine todo brillaba más, especialmente los chavales.
Una de mis hermanas salía con el chico más guapo de la historia de salir. Brillaban cuando estaban juntos.
Un día mi hermana se fue a la cabaña de su novio para comer. Ese no era un picnic al estilo de nuestra madre (tarro de crema de cacahuete y otro de Fluff), la familia del novio tenía perritos calientes, hamburguesas, panecillos para ambos, una ensaladilla rusa, y limonada casera con rodajitas en espirales de limón. Vamos, un auténtico banquete.
A mi hermana le fue encomendada la tarea de tostar los panecillos en la parrilla sobre el fuego.
¿Mencioné que su novio tenía ojos tan negros y tan suaves como una piedra mágica que encuentres en la playa…?
Siempre sospeché que mi hermana estuviera pensando en aquellos ojos cuando el abuelo anciano y no de buen oído de su novio comentó:
“Algo huelo…” y luego más fuerte, “Huelo algo QUEMÁNDOSE!” Y aún más fuerte, “Huelo PAN QUEMÁNDOSE!”
Mi hermana, despertada de su ensoñamiento, quitó los panecillos negros pero no suaves del fuego.
Habrán pasado cuarenta años, pero da igual, cuando olemos algo quemándose, alguien en nuestra familia grita, “Huelo algo QUEMÁNDOSE! “