Los Picnics están romantizados: el calor, la comida en bolsitas de plástico, fruta fermentada en contenedores de plástico, ninguna de estas delicias me dice nada.
Teníamos una finca en el estado de Maine cuando éramos jóvenes. Nuestra madre nos permitía a cada uno invitar a un amigo o una amiga. Cuando mis padres compraron la finca solo éramos seis viviendo en casa, mis hermanas mayores eran y siguen siendo guapísimas, entonces las matemáticas iban algo así: seis hijos, más seis amigos, más todos los chicos que hacían auto-stop a Maine para estar cerca de mis hermanas, total de la suma: alta tensión.
Nuestra Madre era la persona perfecta para tratar con tantos personajes. Había sido enfermera y teniente coronel durante la Segunda Guerra Mundial. No era de sorprender conociera el orden depurado de un picnic: buscar el contenedor Igloo y llenarlo de Kool-Aid, acorralar a los niños en el todo terreno enorme, parar en la tienda del pueblo a comprar un pan Bimbo, un tarro de crema de cacahuetes de la marca que le gustaba a una amiga mía, Anne, y otro tarro de Fluff, quizás una bolsa de patatas fritas, y a la playa.
Teníamos nuestras playas preferidas: Redmond Beach donde teníamos que ir por un camino de dos kilómetros en pleno bosque antes de llegar a la playa, la playa con un barco de vela naufragado, The Tempest, la playa en una reserva natural, y hasta la playa del lago donde íbamos a nadar casi diariamente.
Al lago, íbamos a nadar casi todos los días, hasta con lluvia. ¿Truenos? ¿Lluvias torrenciales? “Chupao’.” Pero ¿relámpagos? Nada. Los relámpagos eran los únicos que nos enviaban de vuelta a casa.
Mirando hacia atrás y pensándolo bien, los días con picnic debían ser aquellos en los que nuestra madre no podía más de nosotros. En una playa, cada uno hacía su sándwich y limpiaba lo que ensuciaba – después íbamos a nadar o a explorar en las rocas unas horas antes de irnos al lago.
Cualquier cosa para mantenerse fuera de la casa y de la cocina.