Nuestra madre no conocía el miedo. Nos metería a todos los hijos que íbamos a Maine aquel verano en el coche y conduciría. No era una de las que paran, pero sí de las que comen. En los viajes a Maine nos dejaba comer todo lo que quisiéramos.
Me acuerdo de un viaje de cuando yo era pequeña. Sé que era pequeña porque me acuerdo de que tenía que estirar los brazos para empujar la bandeja por el carril metálico de la cafetería. Aquel carril me parecía tan largo como un viaje que cruza un continente. Mis hermanos ya estaban comiendo cuando deslicé mi bandeja ante la camarera.
“¿Qué tomas? ¿Puré de patatas? ¿Patata asada? O ¿patatas fritas?” Me preguntó la señora detrás del mostrador.
“Si” conteste con la certeza de la juventud y con la firmeza de libertad recién dada.
“Sí, ¿pero cuál quieres??” sonrió cansadamente.
“Sí, puré de patatas, una patata asada, y patatas fritas.”
“No puedes tomar las tres cosas. Las tres son patatas.”
“Pero eso es lo que quiero tomar: puré de patatas, una patata asada, y patatas fritas.”
“Pero no puedes tomar las tres. Nadie come puré de patatas, una patata asada, y patatas fritas durante una comida. Ella razonó.
“Yo, sí.”
“No puedes.”
“Mi madre nos permite comer lo que queramos durante los viajes. Yo quiero puré de patatas, una patata asada, y patatas fritas.” Mis ojos azules feroces debajo de mi flequillo rubio.
En este momento mi madre vino desde la caja hacia mí.
“¿Todo bien?” Preguntó.
“No, su hija quiere comer puré de patatas, una patata asada, y patatas fritas a la vez: nadie come tres variedades de patatas a la vez.”
“Ya. Lo sé, lo sé. Pero es un viaje tan largo. ¿Podría hacer una excepción? Prometo que mañana comerá bien.” La mano ya artrítica de mi madre aterrizó sobre mi hombro.
Yo sonreí mientras recibía en mis manos el plato con patatas fritas, una patata asada con mantequilla, y una ración de puré de patatas; y lo puse en mi bandeja.